Cuando una desigualdad en salud es evitable e injusta, hablamos de inequidad. ¿Eran evitables las muertes en estos últimos días de los seis niños y niñas chilenos afectados gravemente por un virus respiratorio agresivo? Si la respuesta es afirmativa —vale decir, si en la cadena de eventos causantes estuvo presente la falta de recursos o de atención de parte del sector público, o algún otro determinante social, tales como contaminación ambiental, pobreza, malas condiciones de vivienda, etc.—, entonces estamos frente a una inequidad flagrante e intolerable.

 Lo cierto es que el determinante social que en el actual debate insiste en lo del «sistema de salud que aprende de las lecciones dejadas por la pandemia» es muy débil. Se nos olvidaron las causas por las que hubo tres veces más muertes por Covid-19 en las comunas pobres respecto de las más privilegiadas del Gran Santiago. O que la fragmentación entre sistemas (Fonasa, isapres y FF. AA.) es un obstaculizador de la respuesta eficaz y socialmente eficiente a la atención de las enfermedades, y que por lo tanto hay ocasiones de emergencia en que el Estado debe ejercer su rol rector con fuerza, lo que para el caso de la pandemia implicó regular completa y directamente la red de establecimientos hospitalarios del país capaces de entregar cuidados intensivos y críticos a las personas que lo requerían, sin importar quien era el dueño de dicho dispositivo ni las condiciones sociales de las personas que necesitaban dicha atención.

 La crisis que en estos días se actualiza con la muerte de estos seis niños es un indicativo de que hay lecciones ya olvidadas.

 Vamos al caso de las camas críticas. ¿Cuáles son las modalidades en su manejo cuando se requieren más recursos que la capacidad instalada en el sector público? La respuesta es diferente cuando el Estado asume su rol rector y centraliza la gestión de toda la oferta de camas del país (como fue el caso de la emergencia sanitaria por Covid-19), que cuando el rol del Estado es de mero coordinador/priorizador de convenios con otros acordes relevantes (y que es la situación actual). En el primer caso, que fue el instalado y alabado durante la pandemia, el poder de decisión de prioridades, flujos, procedimientos de traslados y los precios son funciones propias del Ministerio de Salud. El segundo caso, son las condiciones regulares en que funcionan los hospitales públicos: ante la falta de oferta en un centro hospitalario específico, se activa la consulta al resto de la red pública regional y nacional (incluidas FF. AA.); y en caso de que allí no esté la solución, se activa la búsqueda de camas en el sector privado prestador con fines de lucro en convenio con los servicios de salud.

 Evidentemente, el escenario de un Estado con la potestad de ejercer su rol rector, sobre todo en caso de emergencias y catástrofes, a lo menos inquieta —por no decir que es obstaculizado— al actor prestador privado, pues le quita las ventajas con las cuales funciona habitualmente: definición de precios no para los casos individuales, sino —más importantemente— en las licitaciones públicas (el cincuenta por ciento de los ingresos promedio de esta industria provienen de recursos públicos por la «venta de prestaciones»).

 Cuando el mecanismo falla —vale decir, cuando no hay una cama crítica disponible vía convenios previos y en funcionamiento—, aún hay otras dos salidas. El uso de la Ley de Urgencias es el primero, que permite que las personas de Fonasa gravemente enfermas ingresen (y no sean rechazadas) a un centro privado o de las FF. AA. aun sin ser beneficiarias de dichos sistemas, y ser atendidas hasta que se encuentren en condiciones de ser trasladados con seguridad a una cama de igual o de menor complejidad en un hospital público. Según ha manifestado en estos días la exministra de Salud Helia Molina, la Clínica Las Condes sí ha recibido niños graves usándose esta modalidad, pese a que existe un dictamen del Tribunal Constitucional que señala la prohibición de realizar contrataciones con el Estado por dos años (desde noviembre 2022). Más que contentarse en el «no se puede», hay situaciones en las que se justifica desafiar el «por qué no se puede». Pienso en un criterio colectivo, que trasciende lo individual.

 La otra modalidad es que, en casos excepcionales, los hospitales pueden contratar y pagar directamente al sector privado o prestador con fines de lucro prestaciones que no se han podido conseguir por las vías regulares, sin necesidad de convenios previos o vigentes.


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